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Dentro de sus ojos crecían árboles. Era una extraña combinación de seres tranquilos, que se amaban, una especie de lealtad sin palabras y caricias naranjas. La grandeza no era algo que iba a perder nunca, por eso para las miradas todos estiraban el cuello hacia arriba y para los abrazos se ponían de puntitas de pie.
No se llamaba Fragante pero lo era y los griegos nunca se avergonzaron de que tuviera el nombre de sus dioses.
Nunca supieron cómo, existió una amistad que se inflaba de amor cada vez que las cuadras y las piernas las volvían a juntar, las volvían a vendar.

En el momento en el que se encontraban a punto de saltar sus ojos se llenaban de lágrimas. Lágrimas bellas, de emoción, de felicidad.
Un abismo que las desafiaba a arriesgarse y a soltarse del pasamanos, olvidarse de las almohadas, de los ayeres.

Era que la vida y el mundo no importaban,  porque ella sin hablar y sin saberlo  traía una simplicidad a la vida por la que muchos hubieran cortado cabezas si se hubiesen enterado de que existía.
Ya de tanta vida que cargaba no iba a dejar que se lastimara, la iba a cuidar y la iba a salvar, galopaba sobre la brisa tan rápido como podía, sabiendo que siempre iba a volver a dormir con sus abrazos esperando.

Es una adrenalina que les reproducía la vida una y otra vez, llorando que no tenía sentido, pero por suerte estaban ahí ahora y sentían que no importaba el sentido.
 Una vez que el mundo se dobló, las volcó a ambas en un mismo punto y cada vez que la vida se paraba a respirar era que estaban ahí de vuelta.
Y sí, se iban,  porque todos nos volvemos para atrás, porque todos nos terminamos, a nosotros mismos y a los otros.
Pero ya es algo que no vamos a olvidar y ellas tampoco. Porque son capítulos de escencias y de pasiones, amores incondicionles e irracionales.
Porque al final todos deberíamos saber que en nuestros ojos también crecen árboles.








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Como bailando entre las tardes de rosadas nubes y rosados cachetes.
Mira las trenzas y los cabellos que se los lleva el viento, sus sonrisas se dibujan con sonidos del mar.
No tenía nada que contar, era que se juntaban, otra vez, nada mas porque sin verse se olvidaban de los sentidos y de las emociones.
Cuando volvían a sus casas lloraban porque sabían que un día la vida los iba a separar y ya no iban a tener con quien descansar de la vida. Era el miedo a ese día en que la vida llegara.
Después ya no ladraban los perros ni morían las flores de los cumpleaños.  Simplemente eran cantos de algunos grillos que molestaban a la noche.
Capaz algún casette viejo traía recuerdos de sueños o esperanzas ya gastadas, débiles, como comenzando a morir.
















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Me encuentro con una persona pobre de alma, disfrazada de diablo, para no lastimarse.
No todos pueden vivir en la realidad. Hay circos que se arman para engañar a los niños, es que en realidad hay un payaso que está triste y no es de verdad su sonrisa de temperas. 




. No se por qué, me da la sensación de que las calesitas siempre olvidan, pero pueden seguir igual andando. Andando y andando.
Yo nunca.
Es una película que se repite una y otra vez en mi cabeza, de imágenes que sin parar me muestran lo que está escondido atrás de tu vidriera. Yo sé que si compro tus promesas, después se rompen, 
o me rompen.


Qué lastima a veces pensar que si antes no te quisieron, ahora ya es tarde, no pueden quererte, ni ellos, ni nosotros. Ya no es verdad que salimos por el mundo a buscar aventuras, ovejas y montañas. 
Ahora el mundo es cruel y frio, porque nunca nos diste algo para abrigarnos.
Sí, vos.
Vos no lo hiciste.
Y aunque pequeñas y saltarinas, todas las flores crecieron igual, pero ya no les digas que vos les diste sol. El sol estaba y no gracias a vos. 
Y todos formamos parte de todos, no podemos negarlo, no importa el tiempo, no importa el lugar. Es inútil luchar contra eso.
Pero ya no soy una calesita. No puedo olvidar. Para recordar a los golpes. Para volver a olvidar arrancándome cada pasado, cada presente.



Y duele arrancarse los pequeños vidrios que quedaron del vaso que se cayó,
se rompió,
y nadie pudo volver a armar.


Todos creemos que en el fondo, el payaso quiere sacarse los botones de colores, para salir a correr libre, libre de su pasado, libre de los circos, que nunca le dieron risas verdaderas. 
Queremos creer que en verdad la esperanza no nos abandona en brazos de una resignación que nos abraza con una lástima azul que se vuelve parte de nosotros.


Pero después de tanto. Con vos, creer no nos lleva a ningún lado.
Nos deja perdidos en el medio de la noche, sabiendo que no te importa por dónde nos perdimos.
Por dónde nos caímos,
por dónde nos morimos.













Cuando de repente empezamos a ver el cielo desvaneciendose y mostrandonos lo que hay mas alla.
Vamos a ir mas alla.





Cómo tantos viven y mueren por partir. Agarrar unos pocos bolsos y salir al mundo.
Qué mejor que el mundo.
Nosotros empezamos a contar pastos, a encontrar miradas, ¿cómo? Nunca pude partir una torta a la mitad.
Resultaba ser que no era como un globo que se escapaba, como libre a ningún, lugar, los globos nunca vuelven.







A veces pienso. Hace unos pocos días, mejor dicho.
Sí. Siempre me voy.
Pero siempre vuelvo.




Pero, pero, pero. Cada día las olas son mas grandes, como extraño jugar con ellas, mezclarnos, nadar juntas. El mar que te lleva, te arrastra, te chupa, te mueve. Relajado -el mar-  no le importa que hay abajo, no le importa que hay afuera.



Despertarse viendo otro sol, todos sabemos que es el mismo sol, también sabemos que no es el mismo.
Creemos que la vida nos desafía, y que decidimos correr el riesgo. Para divertirnos un poco.



Vamos a dar una vuelta, vamos a soñar con otras palabras, vamos a crecer, y no sabemos, capaz para abajo.



Cientos de especies que nadie conoce, porque ya no se conocen entre sí. Porque ya no se quieren entre sí. Ellos se levantan y viven. Junto con el sol, el mismo sol.
A ninguno le quedaba otra alternativa, mas que vivir.
Ya estaban muertos y no lo sabían,  solo a veces cuando se iban a dormir.


Sólo como la punta de una piedra que sobresale del medio del océano, con las olas que rompen contra ella, de noche y con viento, vientos silbadores.



Nunca supe silbar.
Nunca supe, nadie me dijo,
nadie me enseñó.
Nadie me contó que cuando sentías después morías.
Morimos tantas veces antes de morir.





Juventudes que bailan al son de los ritmos que ya ni escuchan.
Corriendo para no dormirse parados.







Cada vez que miran al cielo, se llevan el mismo aburrimiento en el pecho, que nadie sabe por qué duele, por qué quema. Todos sabemos que cuando viene, después se va, y eso nos da miedo. Nos da miedo agarrar de vuelta la bufanda, estrujarla con las manos mientras tragamos lágrimas y tragamos nudos.







Me llevo pedazos de tierra y de arena, pero no para construir un castillo de arena, como me decían cuando era chica. Esto es para tirarlos al viento y que caigan en algún lugar donde alguien les de una cálida bienvenida.



















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