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Dentro de sus ojos crecían árboles. Era una extraña combinación de seres tranquilos, que se amaban, una especie de lealtad sin palabras y caricias naranjas. La grandeza no era algo que iba a perder nunca, por eso para las miradas todos estiraban el cuello hacia arriba y para los abrazos se ponían de puntitas de pie.
No se llamaba Fragante pero lo era y los griegos nunca se avergonzaron de que tuviera el nombre de sus dioses.
Nunca supieron cómo, existió una amistad que se inflaba de amor cada vez que las cuadras y las piernas las volvían a juntar, las volvían a vendar.

En el momento en el que se encontraban a punto de saltar sus ojos se llenaban de lágrimas. Lágrimas bellas, de emoción, de felicidad.
Un abismo que las desafiaba a arriesgarse y a soltarse del pasamanos, olvidarse de las almohadas, de los ayeres.

Era que la vida y el mundo no importaban,  porque ella sin hablar y sin saberlo  traía una simplicidad a la vida por la que muchos hubieran cortado cabezas si se hubiesen enterado de que existía.
Ya de tanta vida que cargaba no iba a dejar que se lastimara, la iba a cuidar y la iba a salvar, galopaba sobre la brisa tan rápido como podía, sabiendo que siempre iba a volver a dormir con sus abrazos esperando.

Es una adrenalina que les reproducía la vida una y otra vez, llorando que no tenía sentido, pero por suerte estaban ahí ahora y sentían que no importaba el sentido.
 Una vez que el mundo se dobló, las volcó a ambas en un mismo punto y cada vez que la vida se paraba a respirar era que estaban ahí de vuelta.
Y sí, se iban,  porque todos nos volvemos para atrás, porque todos nos terminamos, a nosotros mismos y a los otros.
Pero ya es algo que no vamos a olvidar y ellas tampoco. Porque son capítulos de escencias y de pasiones, amores incondicionles e irracionales.
Porque al final todos deberíamos saber que en nuestros ojos también crecen árboles.








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